Roberto Cardona, Director de Humanidades
Cada 20 de julio, Colombia conmemora su independencia. Sin embargo, más allá de las expresiones festivas —izar la bandera, los desfiles o vestir la camiseta de la Selección—, esta fecha invita a reflexionar sobre lo que significa ser ciudadano. El orgullo patrio necesita ir más allá de los gestos simbólicos de un día festivo: exige una comprensión crítica de nuestro rol como ciudadanos, en una sociedad que se construye cada día desde la acción colectiva.
En el contexto actual, ejercer la ciudadanía implica grandes aprendizajes. La polarización política, la desconfianza en las instituciones, los efectos persistentes del conflicto armado y un clima social marcado por la indiferencia colectiva configuran un escenario desafiante. En este panorama, el patriotismo no puede ser una emoción vacía: debe implicar una educación del sentir, del pensar y del actuar. Es precisamente en el encuentro entre lo emocional y lo racional donde se gestan el compromiso ético, el pensamiento crítico y la responsabilidad democrática. Como lo plantea Martha Nussbaum en su libro: Sin fines de lucro, “una ciudadanía saludable requiere no solo habilidades técnicas, sino también imaginación, compasión y pensamiento crítico”. Este enfoque ético-político de la educación subraya la necesidad de formar sujetos activos, sensibles y deliberativos.
En este sentido, uno de los mayores desafíos que enfrentamos como sociedad es recuperar el sentido de lo público. A menudo se cree que lo público no le pertenece a nadie, y por eso no se cuida. Pero es precisamente lo contrario: lo público es aquello que compartimos, lo que nos conecta como comunidad. Su deterioro no solo afecta los bienes comunes, sino que fractura el tejido social. Como lo expresa Hannah Arendt en: La condición humana: “la política es el espacio donde los ciudadanos deciden vivir juntos”. En otras palabras, el espacio público no es solo físico, sino también simbólico y relacional: es donde el “nosotros” cobra forma.
Por ello, la educación se presenta como un aporte esperanzador. Si buscamos una democracia sólida, debemos ayudar a formar ciudadanos conscientes de su papel en la sociedad. La educación debe ser una experiencia formativa en la que se aprenda a escuchar al otro, a dialogar, a convivir con las diferencias. Es lo que plantea Paulo Freire en: Pedagogía del oprimido al decir que “la educación auténtica no se hace de A para B o de A sobre B, sino de A con B, mediado por el mundo”. Este “con” expresa una pedagogía del encuentro, del reconocimiento y del cuidado mutuo.
En esta dirección, el proyecto educativo tomasino, centrado en la formación integral, asume como eje misional la educación para la ciudadanía. Por ello, desde las Humanidades se promueven una ética del respeto, una cultura del diálogo y una pedagogía de la empatía. Formar para la ciudadanía es, ante todo, formar para la vida en común, reconociendo e incluyendo otros mundos posibles, donde el desacuerdo no conduzca al desprecio, sino al aprendizaje.
El orgullo patrio, entonces, no se reduce al amor por los símbolos nacionales; se manifiesta en el reconocimiento y el cuidado del otro, en el respeto por la diferencia, en la defensa de lo común. Como lo plantea Hartmut Rosa en su libro Resonancia, “una sociedad solo puede considerarse verdaderamente democrática si sus miembros experimentan una relación de resonancia con las instituciones, los otros y el mundo”. Esta resonancia no es otra cosa que la capacidad de responder con sentido a aquello que nos rodea, de conectarnos con los demás y con nuestro entorno.
Finalmente, el gran desafío contemporáneo no consiste únicamente en formar patriotismos nacionales, sino en educar para una ciudadanía planetaria, ética y sensible a los desafíos globales de nuestro tiempo: la desigualdad, la exclusión, la crisis ecológica y la violencia estructural. Ciudadanos que no se limiten a habitar el mundo, sino que se comprometan a transformarlo con justicia, dignidad y compasión. Porque solo desde la formación de sujetos comprometidos con la vida —en todas sus manifestaciones— podrá surgir un sentido de pertenencia auténtico, que en vez de excluir integre y reconozca la diferencia como riqueza colectiva.
*Las opiniones aquí expresadas son responsabilidad exclusiva del autor y no reflejan necesariamente el pensamiento ni la postura institucional de la Universidad Santo Tomás.